Fernando Garrido
Director del Área de Políticas Públicas en EOI
En los últimos años, el concepto de transformación digital se ha consolidado como uno de los términos más recurrentes hasta el punto de considerarse manido y de generar cierto recelo. Ahora bien, desde la adopción de tecnologías disruptivas hasta la redefinición de modelos de negocio, la digitalización parece ser el camino inevitable para garantizar competitividad en un mundo en constante cambio. Sin embargo, en este discurso o argumento a menudo se pasa por alto un factor esencial: el talento humano. La clave de la transformación digital no está, ni debería estar, exclusivamente sobre tecnología; está, sobre todo, en las personas.
Si bien es cierto que la tecnología es el habilitador de la transformación digital, no es el único factor crítico. Un estudio reciente de McKinsey & Company indica que el 70% de las iniciativas de transformación digital fracasan, y una de las principales razones es la falta de enfoque en el cambio humano y cultural. Estos fracasos evidencian que, sin una estrategia centrada en las personas, las inversiones tecnológicas tienden a convertirse en gastos desperdiciados. Ya, hace unos años, Rosalind Williams, como decana del MIT, puso de manifiesto como en una de las instituciones más punteras en formación en ingeniería y tecnología fueron conscientes, sufriéndolo en carnes propias, cómo la cultura condiciona la adopción de la tecnología.
Un ejemplo claro, y más contemporáneo, de esta relación simbótica es el papel de la inteligencia artificial (IA). Mientras que la IA puede automatizar tareas repetitivas y analizar grandes volúmenes de datos, sigue siendo el juicio humano el que determina cómo usar estos resultados. Tenemos la duda permanente de hasta cuándo esto será así, pero por el momento, nos agarramos a este ‘juicio’ y a la importancia del contexto y la cultura para ‘competir’ o aportar valor a la propia IA. Todo ello en un contexto, en el que el cambio es permanente. Son muchas las fuentes, pero la más contundente probablemente sea un reciente reporte del Foro Económico Mundial que indica que el 85% de los empleos de 2030 aún no existen, pero están ligados a la interacción entre humanos y tecnología. Esto no sólo subraya la necesidad de habilidades técnicas, sino también de capacidades como el pensamiento crítico, la creatividad y la inteligencia emocional.
La transformación digital plantea varios desafíos en términos de gestión del talento. Uno de los más notables es la necesidad de identificar y cerrar las brechas de habilidades. Y esto no solo implica capacitación técnica, sino también el desarrollo de competencias blandas (soft skills) como la adaptabilidad y la resolución de problemas.
Otro reto es la inclusión. Las iniciativas de transformación digital deben asegurar que los beneficios lleguen a todos los segmentos de la población. Según la OECD, las mujeres y los trabajadores mayores de 50 años tienen menos probabilidades de participar en programas de capacitación digital, lo que aumenta el riesgo de exclusión.
Por otro lado, la transformación digital también ofrece oportunidades únicas para reimaginar el lugar de trabajo, para plantearnos nuevas formas de trabajo. El teletrabajo ha demostrado que es posible equilibrar la productividad con la calidad de vida, generando oportunidades para regiones como Murcia, que tienen una calidad de vida tan alta.
La transformación digital es una transformación social y humana. Mientras que la tecnología define las posibilidades, es el talento, son las personas quienes las convierten en realidad. Los datos dejan claro que invertir en talento no es una opción, sino una necesidad para cualquier organización o economía que aspire a poder competir en un mundo digitalizado.
Y si queremos poder decir algo en este debate, debemos colocar a las personas en el centro de nuestras estrategias. Solo así podremos desbloquear el verdadero potencial de la digitalización y ponerlo a favor de las oportunidades que la Región de Murcia puede ofrecer para competir en un mundo global.